A mi abuelo Morocho
Todavía
escucho silbar a Antolin mientras camina por la vereda que da a la ventana de
mi cuarto. Un buen cantor es un buen silbador. Su silbido es un llamado: se
dirige a Chacabuco y Alem, nuestra esquina. No sé si es tarde o temprano, sólo
sé que es hora de reunirnos. Adivino los planes de la barra. El Café de Bruno
está hasta las manos de gente. Mejor caminar un poco y quedar en el billar de
Suche. Así y a estas horas acaricio la colorida imagen de las tardes y las noches,
de la amistad intensa, que arriesga en grupo, que aventura. Y escucho a Hugo cantando
Atahualpa en cualquier silencio. Petete no olvidó su guitarra y sin pensarlo la
apoya en su pecho (o sobre su barriga de oso) y caminando, nomás, acompaña a
Hugo, que no puede con tanta llanura pampeana en el alma. Chirola espera en
Urquiza, con el traje de siempre, siempre limpio. El bigotito bien recortado,
finito sobre los labios amulatados. ¿Qué podría borrar ese rostro? Y un poco
más tarde siempre Poroto, que es guarda del tren y que nunca tiene franco
porque los labura siempre (siempre que no haya campeonato). Porque los
muchachos de la Chacabuco juegan sí. No todo es milonga y mujeres. De esto dio
fe la hermana de Hugo. Para su casorio toda la barra había ayudado. No había
que pensarlo mucho, era la hermana de un amigo. Poroto era el mozo mamado. Y
Chirola, qué decirte, estaba a cargo de la música. No embocaba ni un disco en
el Winco.
Hojeo con
mirada borrosa “El mundo”, vuelvo a chequear qué orquestas tocan. Los muchachos
nos ponemos de acuerdo enseguida. Y si no hay nada, sale cine en el Zeppelín o
el Tamaru, por veinte centavos se ven unos filmes que nos mantienen ilusionados
con amores perfectos.
Hace ya
veinte minutos de oírlo chiflar al Anto. Al fin salgo. Hace calor, otro calor.
Y cuidadoso de no tropezar con algún baldosón flojo, camino. Me impulsan mis
deseos de volver una vez más a verlos. La tierna bravura de Hugo, y esquivo un
poste. El olor de recién afeitado de Chirola, y saludo al portugués. Las manos
de Petete sobre la guitarra, y empiezo a tararear un tema cualquiera. La cara
de “al fin llegué, muchachos” de Poroto, la gotita de sudor que hace brillar la
comisura de sus labios. No puedo creer lo que caminaba, cuánto caminaba ¡La
pucha que caminaba! Y no estoy cansado
porque estoy ansioso. En un pestañeo, una lágrima recuerda el último gol, ese
del empate en el partido en Lanús. Porque no sólo hablábamos de fútbol: jugábamos
al fútbol. Y qué equipazo, eh.
De pronto
me detengo ¡Cuánto pesan, muchachos! Llego todo sudado pero llego. Veo un
banquito teñido de moho. Me siento a esperarlos. Son casi las siete. Los
espero.