¿No era que el joven estudiante
padecía cada día ir a la escuela (la cárcel), a cargarse de obligaciones, a “perder
su infancia”? ¿Es que el alumno merece –como niño y por derecho- toda la contención
en casos de dificultades dentro de su mundo particular fuera o dentro del aula?
¿Por qué me angustia tener que ir a pararme frente (porque ya no te podés “sentar
con ellos”) a un curso de veinte o treinta educandos? ¿Por qué ya no me
entusiasma? ¿Por qué será que siento la brecha cada vez más y más amplia, hasta
convertirse en un abismo? ¿Puede ser que sienta que ir a la escuela (mi trabajo)
sea una especie de castigo? ¿Que ir a dar clases sea un ir a perder tiempo y a
exponer al menosprecio años y años de formación? ¿Será que el profesor –como ser
humano y por derecho (laboral)- merece una respuesta firme ante las
dificultades también?
Hoy un joven, cuya trayectoria
académica no se destaca positivamente, me cuestionó el apelativo que usaba en
clase para convocarlos: “compañeros”. Aunque nunca participa con ninguna reflexión
ni lee ninguno de los textos propuestos, alzó su voz para decir(me) “nosotros
no somos tus compañeros, compañeros somos entre nosotros”. Claro, clarísimo.
Lejos de continuar romantizando el hecho aúlico, donde el ideal es el trabajo
en equipo y el borramiento de las asimetrías, reconocí que era cierto, al menos
con ese curso, que de compañeros entre ellos y yo, no había nada. No compartíamos
ni ideas ni ideales, ni objetivos, ni proyectos. Somos apenas una
circunstancia, un evento semanal que nos convoca quizás por azar, y donde
ellos, impulsados por su juventud y sus hormonas, deshabituados a establecer
vínculos sanos con adultos como referentes, a compartir una lectura o a
redactar por su propia cuenta, se esfuerzan por no quemar todo, por no
golpearme, o golpearse entre ellos. Porque un ambiente putrefacto (la
combinación de eso que llaman “diversidad” y “desafíos”) es el lugar donde nos
reunimos cada semana. Donde la
resignación clava bandera, flamea con sopor. A veces, algunos (sobre todo “algunas”)
me dan un poco de agua, para no ahogarme de vergüenza o de frustración. Y se
acercan con alguna pregunta, como queriendo continuar con una exposición de
tragedia griega que nunca fue, con una actividad copada que no pudo hacerse con
profundidad. A veces toca el timbre y es
un alivio. Pero todo el tiempo es triste. Triste por los que de verdad quieren
escuchar, por los que padecen conmigo, por los que se resignan en silencio, sin
“actas para sancionar” a mano, por los que quieren saber, por los que van al
colegio con alguna expectativa, por los que buscan un momento de silencio, de
esos silencios de concentración. Triste por los que disfrutan de leer o
escribir, y nunca se produce “la gran ocasión”. Triste porque una dinámica
dañiña nos consumió el sentido. Así como hoy, viernes, una dinámica perversa de maltrato y exclusión (entre “compañeros”), hizo pedir el pase a un alumno nuevo. Y más allá o más acá, las dinámicas institucionales, burocráticas e indiferentes, que permiten que la rueda siga girando. La profesión bastardeada, el ánimo entre frustrado y colérico.
Lo que creía que era inherente a
mí, no lo es. Lo que creía que era inherente a mi oficio, tampoco lo es. No hay
nada natural en la indiferencia sumada al maltrato. No hay nada natural, que
nadie me venga con gajes del oficio….