viernes, 19 de septiembre de 2025

No son gajes del oficio

¿No era que el joven estudiante padecía cada día ir a la escuela (la cárcel), a cargarse de obligaciones, a “perder su infancia”? ¿Es que el alumno merece –como niño y por derecho- toda la contención en casos de dificultades dentro de su mundo particular fuera o dentro del aula? ¿Por qué me angustia tener que ir a pararme frente (porque ya no te podés “sentar con ellos”) a un curso de veinte o treinta educandos? ¿Por qué ya no me entusiasma? ¿Por qué será que siento la brecha cada vez más y más amplia, hasta convertirse en un abismo? ¿Puede ser que sienta que ir a la escuela (mi trabajo) sea una especie de castigo? ¿Que ir a dar clases sea un ir a perder tiempo y a exponer al menosprecio años y años de formación? ¿Será que el profesor –como ser humano y por derecho (laboral)- merece una respuesta firme ante las dificultades también?

Hoy un joven, cuya trayectoria académica no se destaca positivamente, me cuestionó el apelativo que usaba en clase para convocarlos: “compañeros”. Aunque nunca participa con ninguna reflexión ni lee ninguno de los textos propuestos, alzó su voz para decir(me) “nosotros no somos tus compañeros, compañeros somos entre nosotros”. Claro, clarísimo. Lejos de continuar romantizando el hecho aúlico, donde el ideal es el trabajo en equipo y el borramiento de las asimetrías, reconocí que era cierto, al menos con ese curso, que de compañeros entre ellos y yo, no había nada. No compartíamos ni ideas ni ideales, ni objetivos, ni proyectos. Somos apenas una circunstancia, un evento semanal que nos convoca quizás por azar, y donde ellos, impulsados por su juventud y sus hormonas, deshabituados a establecer vínculos sanos con adultos como referentes, a compartir una lectura o a redactar por su propia cuenta, se esfuerzan por no quemar todo, por no golpearme, o golpearse entre ellos. Porque un ambiente putrefacto (la combinación de eso que llaman “diversidad” y “desafíos”) es el lugar donde nos reunimos cada semana.  Donde la resignación clava bandera, flamea con sopor. A veces, algunos (sobre todo “algunas”) me dan un poco de agua, para no ahogarme de vergüenza o de frustración. Y se acercan con alguna pregunta, como queriendo continuar con una exposición de tragedia griega que nunca fue, con una actividad copada que no pudo hacerse con profundidad.  A veces toca el timbre y es un alivio. Pero todo el tiempo es triste. Triste por los que de verdad quieren escuchar, por los que padecen conmigo, por los que se resignan en silencio, sin “actas para sancionar” a mano, por los que quieren saber, por los que van al colegio con alguna expectativa, por los que buscan un momento de silencio, de esos silencios de concentración. Triste por los que disfrutan de leer o escribir, y nunca se produce “la gran ocasión”. Triste porque una dinámica dañiña nos consumió el sentido.
Así como hoy, viernes, una dinámica perversa de maltrato y exclusión (entre “compañeros”), hizo pedir el pase a un alumno nuevo. Y más allá o más acá, las dinámicas institucionales, burocráticas e indiferentes, que permiten que la rueda siga girando. La profesión bastardeada, el ánimo entre frustrado y colérico.

Lo que creía que era inherente a mí, no lo es. Lo que creía que era inherente a mi oficio, tampoco lo es. No hay nada natural en la indiferencia sumada al maltrato. No hay nada natural, que nadie me venga con gajes del oficio….

 

 

jueves, 20 de febrero de 2025

Un señor en un banquito

 

A mi abuelo Morocho


    Todavía escucho silbar a Antolin mientras camina por la vereda que da a la ventana de mi cuarto. Un buen cantor es un buen silbador. Su silbido es un llamado: se dirige a Chacabuco y Alem, nuestra esquina. No sé si es tarde o temprano, sólo sé que es hora de reunirnos. Adivino los planes de la barra. El Café de Bruno está hasta las manos de gente. Mejor caminar un poco y quedar en el billar de Suche. Así y a estas horas acaricio la colorida imagen de las tardes y las noches, de la amistad intensa, que arriesga en grupo, que aventura. Y escucho a Hugo cantando Atahualpa en cualquier silencio. Petete no olvidó su guitarra y sin pensarlo la apoya en su pecho (o sobre su barriga de oso) y caminando, nomás, acompaña a Hugo, que no puede con tanta llanura pampeana en el alma. Chirola espera en Urquiza, con el traje de siempre, siempre limpio. El bigotito bien recortado, finito sobre los labios amulatados. ¿Qué podría borrar ese rostro? Y un poco más tarde siempre Poroto, que es guarda del tren y que nunca tiene franco porque los labura siempre (siempre que no haya campeonato). Porque los muchachos de la Chacabuco juegan sí. No todo es milonga y mujeres. De esto dio fe la hermana de Hugo. Para su casorio toda la barra había ayudado. No había que pensarlo mucho, era la hermana de un amigo. Poroto era el mozo mamado. Y Chirola, qué decirte, estaba a cargo de la música. No embocaba ni un disco en el Winco.

Hojeo con mirada borrosa “El mundo”, vuelvo a chequear qué orquestas tocan. Los muchachos nos ponemos de acuerdo enseguida. Y si no hay nada, sale cine en el Zeppelín o el Tamaru, por veinte centavos se ven unos filmes que nos mantienen ilusionados con amores perfectos.

Hace ya veinte minutos de oírlo chiflar al Anto. Al fin salgo. Hace calor, otro calor. Y cuidadoso de no tropezar con algún baldosón flojo, camino. Me impulsan mis deseos de volver una vez más a verlos. La tierna bravura de Hugo, y esquivo un poste. El olor de recién afeitado de Chirola, y saludo al portugués. Las manos de Petete sobre la guitarra, y empiezo a tararear un tema cualquiera. La cara de “al fin llegué, muchachos” de Poroto, la gotita de sudor que hace brillar la comisura de sus labios. No puedo creer lo que caminaba, cuánto caminaba ¡La pucha que caminaba!  Y no estoy cansado porque estoy ansioso. En un pestañeo, una lágrima recuerda el último gol, ese del empate en el partido en Lanús. Porque no sólo hablábamos de fútbol: jugábamos al fútbol. Y qué equipazo, eh.

De pronto me detengo ¡Cuánto pesan, muchachos! Llego todo sudado pero llego. Veo un banquito teñido de moho. Me siento a esperarlos. Son casi las siete. Los espero.